Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1512
Legislatura: 1893-1894 (Cortes de 1893 a 1895)
Sesión: 4 de abril de 1894
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Réplica
Número y páginas del Diario de Sesiones: 98, 3301-3303
Tema: Uso indebido de la facultad de la Corona de tener suspendidas las sesiones de las Cortes

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Empiezo, Sres. Diputados, por felicitarme de que el Sr. Azcárate y sus amigos, que con mucho sentimiento de todas las fracciones de la Cámara y con no menor sentimiento del Gobierno se retiraron del Parlamento, cuyas sesiones se celebraron por espacio de muchos meses sin su presencia, vengan ahora a dolerse de que el Gobierno se haya visto precisado a tener en suspenso algún tiempo las sesiones, mucho más de lo que él hubiera deseado; pero no deja de ser extraño que aquellos, a quienes al parecer les era indiferente que las Cortes estuvieran o no cerradas (El Sr. Pedregal: No; jamás), porque voluntariamente estaban alejados de ellas (Los señores Carvajal y Marenco: Voluntariamente, no); voluntariamente, como lo demostraré. (El Sr. Carvajal: Muy difícil.)Allá veremos; sean los primeros que vengan a combatir al Gobierno porque ha tenido las Cortes cerradas más tiempo de lo que a ellos, por lo visto, les acomodaba; pero yo me felicito, porque esta conducta, este proceder significa algo así como arrepentimiento de conductas anteriores y algo como impaciencia de desquitarse de retraimientos pasados. (Muy bien, en la mayoría.) Me felicito, porque eso me prueba que no han de volver a incurrir en el mismo error, y no sois vosotros los que debéis inculparnos a nosotros de que no amamos al Parlamento, cuando tan fácilmente y por cosas tan baladíes lo abandonáis. No necesitaba, pues, el Parlamento la voz autorizada del Sr. Azcárate para salir por su dignidad, que nadie ha atacado, pero si necesitara de alguien para eso el Parlamento, no sería el más autorizado el Sr. Azcárate, ni lo serían sus amigos.

Nadie deseaba más que el Gobierno reunir pronto las Cortes; y hasta tal punto lo deseaba, que primero pensó reunirlas a principios de la segunda quincena de Octubre, es decir, mucho antes de la época en que generalmente se acostumbra a reunir las Cortes todos los años; pero en estas cosas, como en todo, el hombre propone y Dios dispone; y una desgracia personal, que conocen todos los Sres. Diputados, y a la que ha aludido, con palabras que yo agradezco, el Sr. Azcárate, que me impedía a mí asistir al Parlamento en la época aquella, en que pensó abrir las Cortes, no queriendo yo echar sobre los hombros de mis dignos compañeros carga que sólo sobre los míos debía pesar, fue causa del primer aplazamiento de la reunión de las Cortes. Ciertamente que yo no pensé que el aplazamiento fuera tan largo; creí que sería más breve, por mi fortuna, pero no fue así. De todos modos, este primer aplazamiento debía haberlo acogido bien el partido republicano, debía haberlo acogido bien el Sr. Azcárate y sus amigos, no por la causa que lo produjo (no creo que me quieran tan mal SS. SS., a juzgar por lo bien que yo quiero al Sr. Azcárate y a sus amigos), sino por el efecto que produjo la suspensión de aquel pensamiento del Gobierno. La prisa que yo tenía por abrir el Parlamento, se fundaba en mi deseo de que las elecciones municipales y provinciales se hicieran por la ley, cuyo proyecto estaba sobre la mesa, y que tanto repugnaba a SS. SS.; y aquella suspensión fue motivo de que esa ley no pudiera discutirse y que las elecciones se hicieran por la antigua, que era lo que el Sr. Azcárate deseaba. De modo que el primer aplazamiento de reunión de las Cortes fue favorable a SS. SS., y, por tanto, no debían quejarse de ello.

Pero antes de que acabara la causa de este primer aplazamiento, sobrevinieron los sucesos de Melilla; y entendiendo el Gobierno que aquellos momentos eran más para obrar que para discutir, no pensó, en verdad, más que en ver cómo terminaba pronto una cuestión que, de dilatarse, podía tomar proporciones pavorosas. Vinieron después las negociaciones con el sultán de Marruecos, cuyos resultados hay que esperarlos más bien de la justicia y de la habilidad con que se han conducido, que de la discusión y de la publicidad; y como si no fuera esto bastante, ocurrió una cirios, que sabido es que siempre paraliza un poco la acción legislativa.

Estas fueron, en síntesis, por no molestar mucho a los Sres. Diputados, las razones que tuvo el Gobierno para no reunir antes las Cortes; razones que podrán ser más o menos atendibles, al Gobierno le parecen mucho, pero que no envuelven ni pueden envolver menoscabo del prestigio del Poder legislativo, ni desconsideración al Parlamento, ni nada de lo que el Sr. Azcárate ha dicho en este sentido con notoria exageración.

El Gobierno creyó que, dados los conflictos que habían sobrevenido, debía proceder como procedió, resolviéndolos bajo su responsabilidad, para que después el Parlamento aprobase o no aprobase su conducta. Para resolver ciertos conflictos, no está bien la discusión en los Parlamentos, porque cuando sobrevienen, ¿qué van a hacer los Parlamentos?¿Van a disponer de la fuerza pública?¿Van a determinar quién la ha de mandar?¿Van a acordar la fuerza pública necesaria para resolver un conflicto de esa naturaleza? Cuando sobrevienen estos conflictos estando abiertos los Parlamentos, o no los discute, lo cual les coloca en situación poco airosa, porque aparecen como indiferentes a lo que más preocupa a la opinión e interesa al país, o los discuten con el peligro de debilitar al Poder ejecutivo cuando necesita de más autoridad, de más fuerza y de más decisión.

Dice S. S. que jamás han estado las sesiones de las [3301] Cortes tanto tiempo en suspenso, y que eso viene a ser, hasta cierto punto, una infracción constitucional, pues aunque no diga nada explícitamente la Constitución sobre esta materia, determina que cuando las Cortes se disuelvan, han de reunirse las que les sucedan dentro de un plazo de tres meses. Yo entiendo que este precepto constitucional está escrito para detener al Poder ejecutivo en las atribuciones que le da la Constitución; es una cortapisa para el Poder ejecutivo en beneficio del Parlamento, pero no significa que las Cortes no puedan estar en suspenso ocho meses, porque al fin y al cabo, si todos los años estuvieran reunidas cuatro meses y aprovecharan bien ese tiempo, la tarea legislativa estaría más aprovechada de lo que está en este país.

Yo no puedo admitir las ideas que S. S. ha emitido acerca de la autoridad de los Parlamentos sobre la fuerza pública. Cuando sobreviene un conflicto de esta naturaleza, es el Poder ejecutivo el único que dispone de la fuerza pública; las Cortes intervienen en la fijación del contingente del ejército, en la fuerza pública de que se ha de disponer, pero cuando es necesario emplearla, es el Poder ejecutivo el que dispone de ella, baja su responsabilidad. ¿Qué ocurriría en las guerras y en los conflictos de toda clase, tanto interiores como exteriores, si el Parlamento discutiera las fuerzas que habían de emplearse y hasta los generales que las habían de mandar, y la manera de conducirlas y el modo de disponer de ellas? ¿Cree S. S. que así se pueden resolver esos conflictos? (El Sr. Azcárate: No creo semejantes atrocidades.) Pues eso es lo que se deducía de la explicación de S. S.; pero si S. S. dice que no, nada tengo que replicar; lo único que resultará es, que huelgan las observaciones que ha hecho respecto de las reservas del ejército y del empleo de la fuerza pública.

Ha dicho S. S. que también hemos faltado a la Constitución suspendiendo las garantías constitucionales en la provincia de Barcelona porque aun cuando el Gobierno está autorizado por la Constitución para suspenderlas si las Cortes no están reunidas, no ha debido hacerlo sin reunirlas; y, además, no podía hacerlo, una vez que sólo pueden obligarle a resolución tan extraordinaria motivos de guerra o grandes conflictos que no ocurrían en Barcelona.

Yo no sé a lo que S. S. llama paz o guerra; lo que puedo decir a S. S. es, que en Barcelona se suspendieron las garantías constitucionales como arma contra la guerra social, más temerosa y más tremenda que las guerras a que S. S. se refería, guerra social que acababa de producir tantas bajas como pueda producir una batalla de importancia, y si el Sr. Azcárate cree que contra eso no debe emplear el Gobierno todas las armas que le dan las leyes, yo no sé cuando creerá S. S. que el Gobierno puede apelar a esos medios.

Ya que S. S. se ocupa tanto de la opinión pública, recuerde cuál fue el movimiento de esa opinión ante los sucesos del Liceo de Barcelona y ante sucesos anteriores ocurridos en aquella capital, y verá que la opinión pública unánime pedía medidas de rigor, y de mayor rigor que las que el gobierno ha podido emplear dentro de las leyes.

Que este Parlamento no ha hecho más que discutir actas y cometer un acto de violencia contra la minoría republicana. Ha hecho mucho más, Sr. Azcárate; pero, por el momento, yo protesto contra la afirmación de que se ha cometido un acto de violencia contra la minoría republicana. La única violencia aquí habida fue la de la minoría republicana tomando una resolución que en modo alguno estaba justificada, y para la que no se hallaba autorizada esa minoría.

Hay que poner las cosas en su verdadero terreno. El Gobierno, en uso de su derecho, presentó un proyecto de ley, mejor o peor; en opinión de SS. SS., malo, y en opinión del Gobierno, bueno, pero bueno o malo, siempre resulta que el Gobierno estaba en su derecho presentando un proyecto de ley para que las Cámaras lo discutieran.

Además, ese proyecto de ley había sido ya aprobado por la otra Cámara; el Senado era el que lo mandaba al Congreso, y no era ya un proyecto de ley del Gobierno, era un proyecto de ley del Senado; ¿Y qué sucedió? Que SS. SS. se levantaron ahí para decir: "nosotros no discutimos este proyecto; nosotros no queremos discutirlo; venimos a hacer obstrucción para que no sea ley."

¿Qué había de hacer el Gobierno y qué había de hacer el Congreso? Pues no había más que dos caminos que seguir: o ceder ante la amenaza de la minoría republicana, lo cual no se podía hacer porque se trataba de un proyecto del Senado y porque hubiera sido dejar al Senado a los pies de la minoría republicana, o recoger el guante que la minoría republicana arrojaba, y recogerlo con todas sus consecuencias. Como urgía el tiempo, claro es que no había más remedio que aceptar el ataque de la minoría republicana y hacer que se discutiera el proyecto de ley porque cualquier otra cosa hubiera sido una debilidad imperdonable en el Gobierno y en el Congreso y hubieran quedado el Gobierno, el Senado y la Comisión del Congreso que había dado dictamen respecto del proyecto de ley a los pies de la minoría republicana. Esto no lo podía hacer el Gobierno porque no tenía el deber de acceder a todas las cosas, por violentas que fueran que le demandaran las minorías y no había más remedio que oponerse a lo que juzgaba que era una arbitrariedad de la minoría republicana, como se hubiera opuesto a la arbitrariedad de cualquiera otra minoría.

Sus señorías, que tanto alardean de amor al sistema representativo, lo atacan por su base porque el equilibrio del sistema representativo y constitucional, está en la libertad de las minorías para discutir y en la autoridad de las mayorías para resolver.

¿Es que se priva a las minorías de su libertad para discutir? Pues falta uno de los términos sobre que se basa el régimen representativo. ¿Es que se quita a la mayoría autoridad para resolver? Pues falta el otro término.

Si a la minoría republicana no se le quitó la libertad de discutir, ¿por dónde no habían el Gobierno y la mayoría de evitar que esa minoría quitara a la mayoría la libertad de resolver sobre lo que se la había propuesto?

Por esto abandonaron SS. SS. el Parlamento, que, por lo demás, no veo yo la tiranía que pueda haber en celebrar una sesión que el reglamento autoriza. No; lo que hay es, que SS. SS. querían imponerse al Gobierno, a la mayoría, al Senado, a la opinión, a los Poderes públicos y a todo el mundo y eso no habíamos de consentirlo, como tampoco hemos de consentir que SS. SS. se les cercene la que para [3302] SS. SS., como para nosotros, es la más cara de las libertades.

Por lo demás, no he de ocuparme de otros puntos que S. S. ha tocado porque vale más dejarlos para cuando vengan al debate, pero sí debo decir que SS. SS., que ahora dicen que han vuelto al Parlamento por consecuencia de los sucesos de Melilla o porque hayan creído que debían volver por aquellos sucesos o sin aquellos sucesos, yo me felicito porque tengo mucho gusto en contender con SS. SS.; pero no busquen SS. SS. en mí nada que pueda ser en adelante vejatorio de las prerrogativas de la mayoría parlamentaria, que son tan respetables, por lo menos, como las de las minorías porque yo considero que es necesario que entre ellas haya un verdadero equilibrio para que el régimen representativo marche con aquella tranquilidad que conviene sobre todo a la libertad, que es bandera común para SS. SS. y para nosotros.



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